La
lectora de las 16:38 es una historia, o más bien un relato, que
empecé a escribir hace tres meses. Y hoy lo he terminado.
Nunca
he sido de escribir relatos, ya que siempre he pensado que necesitaba
muchas más páginas para seguir con la historia, pero esta vez ha
sido diferente. Aunque es una historia que ocupa unas 70 páginas de
word. Al principio iba a ser un relato corto que no tenía más de
una página, pero al ver el éxito que tenía y los corazones que me
daban por ello, decidí seguir con la historia en Sttorybox (un día
os hablaré de ello).
Además,
me alegro mucho de que la historia llegase a estar en el número dos
del ranking en la página varias veces. Aunque mismo esté en el
número cuatro, sigo estando orgullosa de mi historia.
La
verdad es que no me esperaba que llegase tan lejos e incluso mi idea
desde al principio era otra, la cual ha cambiado mucho al final.
El
final que tiene la historia es muy diferente al que quería escribir,
pero aun así me agrada ver como lo he terminado. Incluso me gusta
más que el otro, es mucho más real.
No
soy muy buena haciendo resúmenes de mis propias historias, ya que
desde mi punto de vista todo es importante en la historia y resumirlo
sería dejar algunas cosas olvidadas. Así pues os dejo la primera
parte de la historia, esa parte que iba a formar un pequeño relato
que se ha convertido en un extenso relato.
Y
recordar, si queréis seguir leyendo lo podréis encontrar aquí.
Así empieza:
"La lectora de las 16:38". Así es como la llamaba cuando aún no sabía su nombre. Ahora que lo sé, sigo llamándola así.
Patricia -o así es como me dijo el bibliotecario que se llamaba- era una chica algo diferente al resto.
Cuando terminaba mi horario de trabajo, a las cuatro en punto, de camino a casa siempre me pasaba por la biblioteca a husmear el periódico y con un poco de suerte encontrar algún libro para llevarme a casa. Normalmente siempre eran libros de crímenes y misterios; mis favoritos.
Cada día menos el domingo, día en que la biblioteca cerraba, en el momento que mi lectura pasaba por la página de deportes internacionales, donde siempre salía algún récord mundial y esas cosas, ella llegaba, a las 16:38.
Llegaba con esa piel pálida que la hacía brillar bajo la luz del sol penetrando los grandes ventanales. Sus ojos observaban los libros y con la yema de los dedos repasaba los lomos de varios libros, como si por arte de magia pudiese leerlos con tan solo tocarlos.
Su ropa, igual que ella, era peculiar. Siempre llevaba vestidos de color blanco, salmón o rosa claro, que le hacían parecer más pálida de lo que ya era.
Recuerdo que una de las veces, el 23 de abril, sus ojos se clavaron en mí. Unos ojos claros, un azul que parecía blanco y que hacían juego con su tez. La lectora de las 16:38 parecía extrañada, como sorprendida porque alguien se fijase en ella. Quizás debió de pensar que la miraba porque era diferente, pero no era así. La miraba porque la veía como una ilusión inalcanzable.
Justo cuando terminaba la sección del tiempo y pasaba a la sección de la guía de la televisión, para poder deleitarme esa noche con alguna película de policías o algún programa de terror, ella ya había desaparecido. En escasos veinte minutos, la lectora de las 16:38, entraba y salía. Nunca la vi coger ningún libro, ni establecer contacto con ninguno de los presentes. Sólo la vez en que nuestros ojos se cruzaron, como si de una estrella fugaz se tratase.
En varias ocasiones pensé en seguirla, igual que hacen los policías de mis libros preferidos, pero tenía miedo de que se diese cuenta o de que pensara que quería hacerle daño. Temía ser denunciando por la lectora de las 16:38.
Una de las veces, aproveche que mi butaca, en la cual me sentaba todos los días, estaba ocupada y me coloque cerca de uno de los ventanales, justo el que daba en la salida de la biblioteca. Cuando ella llegó la estuve observando de reojo sin dejar aparte mi lectura del diario y cuando llegue a la guía de la televisión, vi como la chica sigilosamente se iba. Me quedé observando un buen rato la salida de la biblioteca, hasta casi las 17:15, que era mi hora de ir a casa, pero no la vi salir.
Eran tan fugaces las veces que la veía, que no podría contenerme e iba una y otra vez a la biblioteca, sin fallar en mi horario. Hasta que hubo un día en el que no apareció. Estábamos a finales de mayo y yo tenía un resfriado que no se curaba. Le pregunte a la bibliotecaria de la primera planta si la había visto. Ella me miro extrañada y dijo que hacía años que no veía a esa chica.
Patricia, la lectora de las 16:38 había muerto dos años y medio atrás en un accidente en la biblioteca, justo en la segunda planta, donde yo leía todos los días. Un escalofrío me invadió el cuerpo y entonces comprendí que a la lectora de las 16:38 tan solo la podía ver yo, porque yo era el que ocupaba su butaca todos los días, en su mismo horario.